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'Culileyentes'
En el Congreso actual, los diputados silenciosos ya no necesitan levantarse, les basta con apretar un botón
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'Cuando las Cortes de Cádiz' —título de Pemán—, el ingenio gaditano creó una jocosa palabra: «culiparlantes». Calificaba a los diputados que, en el Parlamento, se limitaban a permanecer sentados, en silencio; se levantaban sólo para dar su voto, cuando así se lo indicaban: ... hablaban únicamente con el trasero. La rescataron irónicos cronistas parlamentarios como Víctor Márquez Reviriego y Luis Carandell.
Ahora, esos diputados silenciosos ya no necesitan levantarse, les basta con apretar un botón, procurando no equivocarse (no siempre lo logran). También cabría llamarles 'aplaudidores' o 'abucheadores', porque se ganan el sueldo haciendo una cosa u otra, según haya hablado alguien de su partido o del contrario, para lograr un buen resultado en el 'aplaudómetro'.
Antes del bochornoso esperpento de los pinganillos, muchos diputados merecen un nuevo nombre: 'culileyentes'. La mayoría se limitan a leer, mejor o peor, lo que alguien —no es seguro que sean ellos mismos— ha redactado antes. Ni siquiera en los debates tienen que improvisar. Muchas veces he visto la penosa escena de alguien que replica leyendo otro papel, escrito previamente, que poco tiene que ver —porque no lo conocía— con lo que dice estar refutando. Consecuencia: casi nadie lo escucha. Un triste espectáculo.
¿A dónde ha ido a parar la gran oratoria política? No sólo hablo de Castelar o Cánovas, sino de Azaña, Gil Robles, Lerroux, Indalecio Prieto, José Antonio Primo de Rivera, Adolfo Suárez, Alfonso Guerra, Miguel Herrero…
La ignorancia y el sectarismo no son fáciles de remediar pero, por lo menos, se debería prohibir, en el Parlamento, la lectura de discursos (admitiendo sólo una chuleta con algunos datos). Lo menos que se puede pedir a un diputado, con o sin pinganillo, es que hable y no lea; como diría Arniches: que se retrate.
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