Tribuna Abierta
Sacralidad de la poesía
En una sociedad dominada por la velocidad, la sobreinformación y el entretenimiento inmediato, la poesía se resiste a encajar

Dana Gioia, uno de los poetas contemporáneos más influyentes en Norteamérica, publicó en 1992 un breve pero revelador ensayo titulado ¿Importa la poesía?, en el que analizaba la situación de la creación poética en su país. Gioia sostenía que la poesía había dejado de ser ... una fuerza cultural significativa para convertirse en una disciplina relegada a una subcultura, accesible sólo para un pequeño grupo especializado. Esto contrastaba notablemente con su papel en épocas anteriores, cuando constituía una parte esencial de la vida social y cultural y se veía como un medio para preservar la memoria colectiva, transmitir sabiduría espiritual y explorar lo sagrado.
En la actualidad, la famosa crítica de que «sólo los poetas leen poesía» ya no es un juicio sobre su elitismo, sino una realidad constatable que refleja el escaso interés del público general, quedando reducida a un producto en decadencia, destinado a un pequeño grupo de lectores, mientras que para la gran mayoría sigue siendo un género literario de difícil acceso. Este aislamiento se constata en su poca presencia en los medios de comunicación, donde otras manifestaciones culturales, como el cine o la música pop, disfrutan de mucha mayor visibilidad y atención.
No se trata sólo de una cuestión de mercado o de hábitos de consumo. Esta pérdida de centralidad refleja algo más profundo: la desconexión creciente entre la cultura contemporánea y aquellas formas de expresión que no encajan en el ritmo acelerado del presente. En una sociedad dominada por la velocidad, la sobreinformación y el entretenimiento inmediato, la poesía se resiste a encajar. Exige una actitud de espera, de atención sostenida, y eso la vuelve incómoda para una época que privilegia lo superficial, lo útil y lo rápido.
Paradójicamente, es esa misma incomodidad la que hace que sea hoy más necesaria que nunca porque, en tiempos marcados por el ruido y la banalidad, ésta ofrece un espacio para lo esencial. No se trata sólo de una cuestión estética, sino hondamente espiritual. En sus expresiones más auténticas, no busca entretener, sino revelar; no pretende ser una simple distracción, sino una experiencia que transforma interiormente. Nos devuelve la capacidad de nombrar lo inefable, de hacer visible lo invisible, de conectar con aquello que en nosotros resiste a la trivialización del mundo.
Este diagnóstico no ha pasado inadvertido para algunas de las voces más lúcidas de nuestro tiempo, entre las cuales destacan los últimos pontífices. Desde Juan Pablo II y Benedicto XVI hasta, de manera especial, el Papa Francisco, el magisterio de la Iglesia ha mostrado una sensibilidad creciente hacia el arte y la cultura como vías hacia lo trascendente. Francisco ha sido explícito al afirmar que el arte no es un lujo, sino una necesidad vital del ser humano. La poesía, por su capacidad de sugerencia, de silencio y de asombro, posee el poder de devolver al lenguaje su función simbólica original: abrir el alma al misterio y reconectar al ser humano con su interioridad más profunda.
En varias de sus intervenciones, el Papa Francisco ha defendido el valor espiritual de la poesía como un medio para resistir la lógica del consumo, del materialismo y de la indiferencia. Ha pedido a los medios de comunicación y a las instituciones culturales que no marginen esta forma de expresión, y ha subrayado que, frente a la cultura del descarte, la poesía representa un acto de resistencia: una forma de dignificar lo humano.
Su llamada a restituirla en el espacio público no obedece a una nostalgia del pasado, sino a una intuición sobre el presente: necesitamos con urgencia palabras que no se agoten en la inconsistencia de la vida, sino que abran sentido; gestos que no distraigan, sino que alienten. Nos hace falta un lenguaje que no simplifique lo complejo ni oculte lo sagrado, sino que lo revele y lo celebre.
Reivindicar su lugar es, por tanto, una necesidad. Y si los papas la han defendido, es porque ven en ella una vía concreta de restauración espiritual. Su olvido no es irrelevancia: donde el lenguaje se vacía, también lo hace el espíritu; donde ya no hay espacio para la metáfora, para la imagen, para la palabra encarnada en el ritmo y en el silencio, se debilita también nuestra capacidad de comprendernos a nosotros mismos, de imaginar otros mundos posibles, de relacionarnos con lo invisible.
No es exagerado afirmar, pues, que leer poesía es un acto de resiliencia. Y no sólo cultural: también espiritual y existencial. Leerla —y escribirla, y compartirla— es insistir en que no todo puede ser dicho en prosa, que no todo tiene que ser útil, que hay belleza que salva y palabras que redimen. Que, en medio del colapso simbólico de nuestra época, aún es posible que un verso nos sostenga, nos ilumine, nos devuelva el sentido de la existencia.
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