Los otros huérfanos de Francisco: la lucha silenciosa de los sintecho a las puertas del Vaticano
«Antes dormíamos bajo la columnata de la plaza de San Pedro, pero con la muerte del Papa nos han echado, no nos dejaron entrar. Allí pasábamos la noche una treintena de personas»
Los cardenales empiezan a perfilar al nuevo Papa: «Espero un cónclave largo»

«Me alegré de la muerte del Papa, porque ha sufrido mucho. Así ha dejado de sufrir«. Las palabras de Luigia, 69 años, resuenan con una crudeza que te golpea, pero también con una extraña ternura. A seis metros de la puerta Casa Dono ... di Maria, donde el Papa Francisco, el «Papa de los pobres», quiso que se alimentara a los hambrientos, Luigia y su compañero Salvatore, de 73, duermen sobre cartones, ajenos al bullicio de los peregrinos que, a doscientos metros, hacen cola para dar el último saludo a Francisco. La historia de Luigia y Salvatore, como la de tantos otros invisibles de Roma, es un grito silencioso que te hace cuestionar la caridad y la compasión en el corazón mismo del Vaticano.
La Casa Dono di Maria, fundada por Juan Pablo II y la Madre Teresa de Calcuta en 1988 debería ser un faro de esperanza. Gestionada por las Misioneras de la Caridad, ofrece refugio y comida a mujeres vulnerables y personas sin hogar. Pero la realidad, a escasos metros de su puerta, es un espejo que refleja las sombras de una ciudad donde la pobreza se aferra a las piedras milenarias. Luigia y Salvatore llevan tres años viviendo en la calle. «No voy nunca a comer a la Casa Dono di Maria. Nunca me han dado algo. Una vez les pedí un trozo de pan y no me lo dieron. No he vuelto desde entonces», relata Luigia, con una mezcla de resignación y amargura. Su cocina improvisada, ollas y sartenes, apoyadas a la pared de la Casa Dono di Maria, es un testimonio de su independencia forzada. «Mi marido comió dos veces cosas de Cáritas y estuvo en urgencias en el hospital. Así que prefiero cocinar yo».
La frialdad de la Madre Gabriela, superiora de la Casa Dono di Maria, contrasta con la calidez que se espera de un lugar de caridad. «No hago ninguna entrevista ni ninguna declaración. No decimos nada», nos responde con una sonrisa impenetrable, negándose a revelar siquiera cuántas personas alimentan cada día. Se limita a decir que ellas son también «invisibles», como los pobres: «Así es; nosotras hacemos un servicio muy discreto». Afuera, la cola de personas esperando un vale de comida es silenciosa, cada uno con su historia guardada bajo llave. No quieren hacer declaraciones ni permiten fotografías.
Las palabras de Luigia golpean en el silencio vaticano. «He tenido casa, he tenido coche, he tenido de todo», confiesa, con la mirada dirigida hacia la plaza de San Pedro. «Ahora dormimos en la calle. Antes lo hacíamos bajo la columnata de la plaza, pero con la muerte del Papa nos han echado, no nos dejaron entrar. Allí pasábamos la noche una treintena de personas. Llevo unos años en la calle. Un tiempo vivía de lo que recogía en los cajones de la basura. Hoy de la limosna«. Su hija y los cuatro hijos de Salvatore no les ayudan. »Mi hija hace su vida con sus hijos. Y a mi marido sus hijos no lo quieren ver«. Veronica, una joven amiga de la pareja, confirma la versión de Luigia. »No les ayudan. En la Casa Dono di Maria dan comida cada día a unas decenas de personas«. Su presencia es un rayo de luz en la oscuridad de la calle, un recordatorio de que la solidaridad aún existe en los márgenes de la sociedad.

La paradoja de la abundancia y la necesidad se hace palpable a escasos metros del corazón de la cristiandad. A pocos pasos del Vaticano, donde el limosnero papal, el cardenal Krajewski se esfuerza por «estar todos más cerca de los que duermen en la calle». Luigia y Salvatore viven de las limosnas, rechazando la ayuda de las monjas. «Prefiero estar aquí, ellas en su casa y yo aquí. Se portaron mal conmigo y no quiero saber nada de ellas».
Más de 23.000 personas sin hogar
Las cifras de la pobreza en Roma son alarmantes. Según el informe de Caritas Roma 2024, el número de personas que buscan ayuda ha aumentado significativamente. A pesar de los esfuerzos de instituciones como Cáritas, la Comunidad de Sant'Egidio la pobreza en Roma sigue siendo un reto imparable. Según datos recientes de ambas instituciones, Roma alberga a más de 23.000 personas sin hogar, lo que representa una quinta parte de todos los sintecho en Italia. De ellos, 3.000 no tienen ni siquiera un refugio improvisado y sobreviven a duras penas en las calles. Luigia y Salvatore son parte de esa cifra. A pesar de la cercanía con centros de asistencia y comedores sociales, su vida sigue marcada por la indiferencia. Para muchos de estos invisibles, la muerte del Papa genera una mezcla de tristeza por la pérdida de un defensor y una incertidumbre sobre el futuro.
El Papa Francisco, que eligió su nombre en honor a San Francisco de Asís, el hombre de la pobreza y la paz, quiso ser «uno de los tantos», que su memoria estuviera ligada al compromiso con los invisibles. «¡Cómo quisiera una Iglesia pobre y para los pobres!», exclamó en sus primeros días como Pontífice. En un gesto que reflejaba su profunda cercanía con los marginados, el Papa Francisco sorprendió a muchos al ordenar, en el 2015, la instalación de duchas para personas sin hogar bajo la Columnata de Bernini. Un día, visitó estas duchas de incógnito y conversó con quienes esperaban para asearse, ofreciéndoles palabras de aliento y un abrazo. Uno de los hombres, un italiano llamado Franco, estaba especialmente conmovido por la presencia del Papa. Le contó que llevaba años viviendo en la calle y que nunca había sentido tanta dignidad como en ese momento. Francisco lo abrazó y le dijo: «No estás solo. La Iglesia está contigo». Este acto silencioso habló más fuerte que muchos discursos, ilustrando su compromiso de llevar dignidad y esperanza a los últimos de la sociedad.
El legado de Francisco
Luigia y Salvatore, con su dignidad herida y su resistencia silenciosa, son un recordatorio vivo de que el legado de Francisco exige una acción continua. Su historia, a la sombra del Vaticano, es un espejo que refleja las contradicciones de una ciudad donde la pobreza y la fe se entrelazan en un abrazo amargo. «No puedo pensar en mi futuro. Vivo el día a día. Uno me regala un plato de comida, otros me dan pan...», dice con amargura Luigia. Francisco hizo de la misericordia un eje fundamental de su pontificado. Por eso, la voz de Luigia, como la de tantos otros, clama para que caigan los muros de la indiferencia y donde la compasión no tenga fronteras.
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