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La singular 'playa' de Madrid en Rosales, estrella del verano de los años 20

Historias capitales

El popular paseo se convirtió en centro de la vida social de los que 'veraneaban' aquí

Cuando Madrid se queda vacío

Varios ciudadanos, tomando un refresco en la 'playa' de Rosales, en 1921 LARREGLA
Sara Medialdea

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Si algo ha querido tener siempre Madrid es una playa. Intentos se han hecho, pero hasta ahora, no han pasado de ser casi una broma. Como esa lámina con chorritos que se colocó en Madrid Río y que, sin duda, cumple su función de refrescar y divertir, pero no se puede decir que sea una playa. Pero los madrileños no nos rendimos en eso, y seguimos añorándola y adivinándola bajo el asfalto. Igual que hicieron nuestros tatarabuelos hace ya años, en los felices 20, cuando se acercaban a lo que llamaban la «playa» de Rosales.

Y es que los veranos madrileños siempre han sido duros: las olas de calor se suceden desde siempre cuando llega el estío, y ese clima seco de Madrid no ayuda nada. Por eso, los vecinos -sobre todo antes, en que lo de veranear era algo muy muy singular y para pocos- se buscaban la forma de refrescarse, bien de día, bien de noche, con aquello que tenían a mano.

Así fue como nació esta famosa y popular 'playa' de Rosales, que era el «refugio para los que no veranean», como decía el cronista de ABC en 1932. Porque entonces, y antes, eran muchos los madrileños que se refugiaban a la sombra del parque del Oeste para hacer corrillos donde coser las mamás, y vigilar de paso a las «niñas y los niños zangolotinos que juegan a las prendas».

Algunas crónicas pedían incluso que se organizara alguna fiesta como «desagravio al clima de Madrid» y «como protesta contra los que abandonan aprisa y corriendo la capital de España en cuanto el mes de julio hace su aparición».

Como el calor en el día era mucho, y a ratos insoportables, quedaban como compensación las noches, ideales para disfrutarlas. «Con un poquito de buena voluntad y dejando volar a su antojo la fantasía, el que se ve forzado a pasar en Madrid estos días bochornosos puede hacerse toda clase de ilusiones», explicaba un articulista de ABC en los años 20. Y aventuraba incluso cómo hacerlo, sugiriendo por ejemplo al «aficionado al mar buscando su refugio en la fresca playa de Rosales».

Luces bordeaban la zona, el murmullo de los árboles le parecía a algunos bienintencionados el sonido del oleaje, y «una columna de humo blanquecino y el ronco sonido de una sirena que viene de la estación del Norte nos parecen del trasatlántico que inicia un viaje». Por si faltaba algo para recrear del todo la ilusión, recuerda que pululaban por la zona vendedores ambulantes que llenaban el ambiente con el olor de la mojama, cangrejos o langostinos.

Los niños paseaban la arena desde sus paletas a sus cubos, contribuyendo a esa fantasía general de la playa madrileña. Y el regado asfalto del paseo de Rosales, a cuyas 'orillas' se arracimaban los kioscos y terrazas, le parecía al autor de la crónica que «brilla como el agua de una ría, y sobre él se deslizan los tranvías llenos de luz, como barcos adornados para una verbena marítima».

Rosales se convirtió así en punto de reunión de gente tranquila, e incluso de quienes aprovechan el fresco de la noche para echar un primer sueñecito en alguno de los bancos. En el quiosco toca, en ocasiones, la banda municipal, y eso le da al lugar el toque último que le faltaba para deleitarse.

A los que se bañaban a orillas del Manzanares para hacer más llevadero su verano, se unían estos otros madrileños que hicieron del paseo de Rosales ese lugar de esparcimiento en el que descansar, al final de la jornada, y buscar alivio a la canícula a golpe de agua de cebada.

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