¡A la lista!
Javier Aranda (Gaytán), el chef que venció a la cara B de la alta cocina
Defiende desde 2016 una estrella Michelin en su restaurante de Chamartín y tras un largo periplo personal y un calvario económico su nombre vuelve a sonar la escena gastronómica de Madrid
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El fracaso es una suerte de enfermedad silenciosa y vergonzante en muchas disciplinas. La alta cocina no escapa a ese riesgo. Javier Aranda (Villacañas, Toledo, 1987) lo sabe bien. Quien fuera el responsable de uno de los proyectos más recordados del pasado reciente ... de Madrid, La Cabra, lleva a sus espaldas muchos logros y algunos traspiés que le han hecho más fuerte. Además del aprendizaje, el chef ha tomado perspectiva por haber tocado el fondo. Está en un gran momento.
Nadie duda de su capacidad para crear conceptos ganadores como el citado restaurante, que nació en 2013 y que un año después ya tenía su estrella Michelin. También fue su némesis cuando una secuencia fatal de acontecimientos que empezaron por unas obras en el edificio en el que estaba La Cabra lastró toda la proyección económica que había planeado. En 2018 perdió el florón de la guía roja. Llegaron los impagos y con ellos las deudas y, al final, una inestabilidad total que estalló en un estrés que casi acaba con su autoestima y su salud.
Aranda venía de lograr, aunque hoy ya no la defienda él, otra estrella para Retama, el espacio gastronómico del Hotel La Caminera Club de Campo en Ciudad Real. Y se acababa de lanzar a pulmón con Gaytán, el local en el que luce con orgullo la que ganó en 2016 y que mantiene desde entonces. Sin embargo, poco importa haber estado en la picota con el proyecto más rompedor del momento cuando parte del sector –sobre todo de puertas para dentro–, te «sentencia». Su ambición ahora es lograr la segunda y no lo esconde.

El espacio de los elogios lo llenaron los rumores y, sobre todo, el olvido. Eso forma parte de la 'cara B', a menudo invisible para los comensales, de un sector voluble que pone y quita del candelero a chefs a una velocidad pasmosa. Él también tomó distancia, confiesa, para protegerse de la exposición pública. Aún hoy recordar todo esto le incomoda. Prefiere mirar al presente y al futuro con una sonrisa que ahora luce sincera en su rostro.
Aunque el legado y el trabajo siempre queden, agarrarse a un clavo ardiendo –en su caso su familia y el propio trabajo– fue clave para él y un ejemplo para muchos. La pandemia fue la puntilla. «Vivía a base de cafés, no paraba, me iba a dar algo», asegura a ABC ahora que ha sacado la cabeza del agua y que respira, tranquilo, tras la cocina vista de Gaytán.
Allí, en su imponente local de Príncipe de Vergara, en Chamartín, saca adelante una propuesta que, fuera de sus menús degustación –140, 190 y 250 euros–, tiene un precio medio de carta de 70 euros. Su cocina es legataria de lo aprendido con dos titanes –Martín Berasategui y el fallecido Santi Santamaría–. «Que el producto sea reconocible va por delante de la técnica y la creatividad que le aplique», apunta el chef, que hace unos meses se sumó al proyecto Madunia en las colinas de Ibiza, algo que también le insufla un «nuevo aire y ánimos».
Un viaje por el producto y los sabores de España
Aranda no ha cambiado su visión de la cocina que le gusta a él. No está en el momento de intentar agradar a nadie ni de subirse a carros de tendencias con las que no se siente cómodo. Busca la suculencia en los pequeños bocados de su secuencia de 'snacks' con los que revisita los «sabores de casa». Por ejemplo, con una coca –en la que se va a Asturias con unas fabes y su compango–, una gilda con caballa ahumada –con la que mira también al Cantábrico– o un tartar de atún rojo sobre su espina –que viaja a Cádiz y sus almadrabas–.



Ese culto al guiso se ve en las secuencias vegetales con una escudella –con guisantes del Maresme y langostino de Vinaroz– o con capelleti –pasta– de caracoles a la madrileña que acompaña con celeri tostado y mantequilla. El producto marino cobra especial importancia en su menú más largo –Gran Javier Aranda– en el que se suceden cocochas de merluza, navajas, sepionets de Palamós, pescadilla de pincho y salmonetes de roca –o en su defecto lo mejor que le llegue de sus proveedores ese día–. Todos tocados por una acidez que quita peso al terminar el menú con cítricos, manzana, encurtidos.
En las carnes hay un sincretismo entre sus raíces, con la caza –pichón y corzo– a los que pone como telón de fondo un guiso de berenjenas de Almagro reivindicando su tierra –al ave– o un caldo de cocido ahumado que potencia con especias y cacao. También rinde culto a la tradición del asado con un cochinillo de Ávila que matiza con un cremoso de ajo negro fermentado y membrillo.
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Un viaje muy singular sin pompa ni efecto que no niega al clasicismo en el que se curtió. Un trayecto con paradas por toda esa cocina que le hace volver a pensar en él y sentirse de nuevo seguro desde la atalaya de su estrellado Gaytán.
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