Génesis pandémica de #papagorda
La terrible costumbre de grabar al prójimo para denunciarlo o burlarse de él es una de herencias del covid
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Lleva tiempo encampanada la Sevilla biempensante, valga la redundancia, con la popularidad de unos vídeos etiquetados en las redes sociales como #papagorda, un fenómeno que visibiliza hasta la viralidad –toma neolenguaje al pelo– al borracho que pasea por la Feria, o más bien al que ... de ella sale, en trance vergonzante. La idea es horrible, una niñatada propia de estos tiempos de piterpanes estúpidos con móvil 5G, porque el ebrio tiene el mismo derecho que el abstemio a ver preservada su intimidad y la autoridad ya amenaza con cuantiosas multas a los graciosetes que graben y difundan imágenes del tajarina tambaleante. Ha tenido que pasar varios años de exposición pública gratuita para que se ponga coto al desafuero o, al menos, ésa es la intención: también se anuncian cada primavera medidas destinadas a terminar con la reventa en La Maestranza y en la puerta siguen ofreciendo entradas los mismos tunantes, ya añosos, que cuando Dominguín debutó con picadores.
Más de medio siglo ha transcurrido desde el éxito de «La mala reputación», de Georges Brassens –traducida por Paco Ibáñez y Loquillo, entre otros–, pero el señalamiento del prójimo, sea con ánimo lacerante sea con propósito inquisitorial, ha regresado a la cúspide de las aficiones populares. Este hecho se enmarcaría en la «nueva normalidad» fomentada durante la aciaga pandemia por la clase política y, peor todavía, asumida con entusiasmo por «les braves gens» de la canción, es decir, por el amable lector y su vecina del tercero.
Hace un lustro, se asumieron como naturales la denuncia de conductas «insolidarias» como tomar el sol en la azotea o salir a pasear con un crío autista o comprar dos botellas de anís en el supermercado o meterse a deshora en casa ajena a echar un caliqueño. Y así, burla burlando, nos vemos habitando un mundo de chismosos en el que merece mayor respeto el malversador que asalaria a sus barraganas con dinero público que quien tiene la mala suerte de ser filmado tras haberse bajado medio litro de manzanilla. Strélnikov, el comisario de 'Doctor Zhivago', se sorprende en su ingenuidad menchevique porque «la vida privada ya no existe en Rusia». ¡Bendito Boris Pasternak, que no conoció twitter!
«Estamos tan a gustito», cantaba desaforado Ortega Cano en un vídeo que fue viral antes de conceptualizarse la viralidad misma. Y lo estaba, entre otras cosas, porque entonces se podía salir de fiesta sin que un batallón de savonarolas acechase al otro lado de sus teléfonos, posmodernas viejas del visillo sin otro aliciente en sus tristes vidas que el escarnecimiento del prójimo. Y no se trata de multar a los camarógrafos espontáneos, creo modestamente, porque no hay sanción administrativa capaz de embridar la estupidez humana. Resultaría más conveniente restaurar una escala de valores en la que prime la libertad del individuo –incluida, sobre todo, la libertad de pecar contra las religiones trascendentes o mundanas– sobre los impulsos de la masa, que es siempre execrable tome la forma que tome. Pocas cosas hay más antipáticas que una comunidad humana convencida de transitar por el camino correcto y con impulsos de hacer proselitismo.
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