La tierna historia de Agustín (50 años); si se porta bien tiene permiso para visitar a su madre
La discapacidad intelectual de él y la demencia de ella cada vez les aleja más, pero cada día, a las 11 de la mañana, mantienen vivos su lazos afectivos. Ambos viven en la Residencia San Juan de Dios de Ciempozuelos
«Cuando de repente debes cuidar de un familiar tienes que organizar de golpe toda tu vida»

Son las once de la mañana. Una hora mágica y esperada cada día con gran ilusión por Agustín. No es para menos. «¡Voy a ver a mi madre!», confiesa a ABC con gran entusiasmo mientras camina con paso acelerado y mirada al frente apoyado sobre su andador. Se sabe muy bien el camino, unos pocos metros son los que separan su edificio del de su madre. Al llegar, pulsa a tiro fijo el timbre para que le abran la puerta. Al entrar se escucha un altavoz que dice «¡Soledad!».
Agustín pasa a una sala contigua con un gran ventanal que da a un precioso jardín que luce ya con todo el esplendor de la cercanía del verano propio de estas fechas. Allí espera impaciente, sin saber muy bien dónde sentarse. A los pocos minutos aparece su madre, que es empujada en su silla de ruedas a este encuentro. Los ojos de ambos se cruzan, y de esa mirada nace, como si de una chispa se tratara, una amplia sonrisa. Sin apenas dirigirse palabra se dan la mano. Permanecen sentados juntos. Cogidos de la mano saborean la dulce sensación de un lazo afectivo que les ha unido durante años y que es imborrable a pesar de las dificultades.
Agustín tiene 50 años. Y una discapacidad intelectual en grado moderado. De pequeño vivía junto a sus padres y hermanos. De niño fue un muy caprichoso, con conductas negativistas que sus progenitores solventaban, aparte de con ingresos hospitalarios, consintiéndole todo para no entrar en conflictos mayores y poder mantener una cierta calma en el hogar. Pero llegó un día en que la situación era insostenible y Agustín ingresó en el Centro San Juan de Dios de Ciempozuelos por conductas rebeldes. Su familia le ha ido a visitar puntualmente cada semana.
Hace cuatro años, Soledad empezó a tener síntomas de demencia y su marido no estaba en condiciones de atenderla, por lo que removieron todo lo posible e imposible hasta que lograron que madre e hijo estuvieran juntos en el mismo centro residencial con posibilidad de verse cada día.
«Desde entonces, el comportamiento de Agustín ha cambiado radicalmente a mejor», asegura Carmen Rincón, psicóloga del área de Discapacidad intelectual y del Desarrollo del centro San Juan de Dios de Ciempozuelos. La clave está en que si se porta bien, el personal del centro le entrega cada día una ficha, a modo de salvoconducto, que le da permiso a ir a ver por las mañanas a su madre, afectada cada vez más por la demencia que padece«.

Que puedan estar juntos es un proceso muy beneficioso para ambos. «Agustín se porta cada día mejor, porque hemos aplicado con él una intervención conductual que valora mucho. Esta rutina le ha dado seguridad y motivación por ver a su madre. Es algo incuestionable. Y ella, por su parte, se ha sentido igualmente ilusionada. »Pese al avance de la enfermedad de Soledad, el hecho de que ambos puedan estar juntos es sumamente beneficioso. Con la demencia se pierden facultades, pero los pilares afectivos enganchan a su madre a la vida, algo que no ocurriría igual si estuvieran cada uno en un centro residencial distinto y a kilómetros de distancia. Cuando ve a su hijo, su semblante cambia«.
Sin embargo, las primeras charlas animadas y alegres entre ambos se van apagando poco a poco y los encuentros se vuelven más silenciosos porque Soledad tiene días en los que se ve más afectada por esa demencia que va mermando sus capacidades y borrando sus recuerdos. «Hoy mi madre no me ha dicho nada -dice con gran pena Agustín algunas veces-. «Claro, ya sabes que tu madre está malita y hoy no se encuentra muy bien», le explica el personal de San Juan de Dios. «¡Hoy mi madre se ha reído!«, destaca muy orgulloso otro día Agustín.
Carmen Rincón es muy explícita al matizar un asunto del que se habla muy poco. «Todas las relaciones entre padres e hijos son importantes, pero cuando hay un hijo con discapacidad intelectual sigue muy vinculado a sus progenitores porque son los que le dan todos los cuidados, seguridad y le proveen de todo lo que necesita. Ese vínculo afectivo tan intenso no lo tienen el resto de los hijos. Cuando uno de los padres tiene demencia, hay que tomar decisiones clínicas y logísticas para que reciba una atención adecuada. Es muy duro adoptar esa decisiones, y los hijos lo hacen muchas veces sin tener totalmente en cuenta en la situación en la que queda ese hijo con discapacidad intelectual que es, precisamente, el que tiene mayor vínculo y ha estado en su compañía más años«.

La historia de Agustín es la historia de muchas familias. Es un ejemplo y referente de la importancia y fuerza del vínculo familiar cuando la demencia y la discapacidad intelectual y del desarrollo van de la mano, en el mismo barco. Y es que a menudo se habla del cuidado que los padres brindan a sus hijos con discapacidad intelectual o del desarrollo, pero poco se dice sobre lo que ocurre cuando esos mismos padres comienzan a envejecer y enfrentan procesos de demencia. En general, esta situación genera un impacto profundo y, a veces, poco visible. Los hijos se deben enfrentar a una pérdida paulatina que va más allá de lo físico.
Cuando los padres son el ancla emocional
«Es incuestionable que los padres no solo son cuidadores, son el ancla emocional y sostén diario en la vida de sus hijos y, en especial, el vínculo más fuerte y significativo que, como una brújula, les guía -explica Carmen Rincón-. Cuando estos progenitores comienzan a enfrentar un proceso de demencia, el equilibrio familiar se ve profundamente alterado, no solo por los desafíos médicos, sino también por las implicaciones emocionales y afectivas que conlleva. Para las personas con discapacidad, la figura parental suele representar rutina, seguridad y a veces comprensión sin necesidad de palabras. Ver a su referente vital comenzar a olvidar, a confundirse o a cambiar su comportamiento puede generar confusión, desconcierto, tristeza y una sensación de pérdida anticipada. Sin embargo, a pesar de la enfermedad, el vínculo permanece. En muchos casos, la sola compañía del progenitor y su hijo, su mirada o un gesto cotidiano sigue siendo una fuente de conexión. Sin duda, esta forma de acompañamiento y cariño resulta conmovedora. Se sientan en silencio, se observan mutuamente con ternura y repiten gestos de complicidad que han compartido durante años«.
Según Rincón, la relación entre ellos no desaparece, simplemente se transforma. «Lejos de lo que se podría pensar, no solo los padres cuidan de sus hijos: también los hijos, desde sus posibilidades, cuidan y los acompañan. Separarlos, por razones médicas, institucionales o logísticas, puede generar un vacío difícil de explicar en palabras, pero evidente en el comportamiento y bienestar tanto en el progenitor como en la persona con discapacidad«.
Mantener lazos afectivos
Por eso, en contextos de envejecimiento y deterioro cognitivo, esta experta destaca que es necesario replantear los apoyos. «No basta con atender lo físico o lo clínico: es necesario preservar los lazos afectivos y acompañar con sensibilidad a ambas partes. Porque para un hijo con discapacidad, sus padres siguen siendo, aún con demencia, su lugar más seguro en el mundo«.
Además, el hecho de que permanezcan juntos y que el hijo con discapacidad sea testigo y consciente de que su progenitor cada día se va deteriorando, le hace más sencillo entender, dentro de sus posibilidades, que su ser más querido va mermando, un día fallecerá y no estará más a su lado. «Hay que fomentar este tipo de iniciativas para permitir que los padres e hijos puedan residir juntos. Ante este tipo de desenlaces, las personas con discapacidad son, además, capaces de llevar mejor el duelo, que si de repente un día desaparece su ser querido sin entender nada«, asegura Carmen Rincón.
Además, esta psicóloga señala la importancia de envejecer con dignidad, como un derecho humano fundamental y, especialmente, cuando se trata de personas que viven con demencia. «Aunque esta condición suele asociarse con pérdida de memoria, dependencia y fragilidad, también puede ser vivida desde una perspectiva de conexión y humanidad. El envejecimiento positivo en personas con demencia no niega la realidad del deterioro, pero lo equilibra con la presencia del afecto, la rutina y los lazos emocionales. En definitiva, en lugar de centrarnos únicamente en lo que se va perdiendo, es esencial reconocer lo que permanece«.
Reconoce que muchos especialistas en geriatría y cuidado integral coinciden en que el entorno familiar juega un papel determinante en la calidad de vida de estos adultos mayores. Explica que la persona con demencia puede olvidar palabras, fechas o lugares, «la enfermedad no detiene su curso, pero no olvida cómo se siente cuando está acompañada por alguien que la quiere. En definitiva, la experiencia se vuelve más cálida y humana. Esta cercanía transforma el día a día. La presencia cercana de un hijo puede convertirse en una fuente inmensa de bienestar. Su compañía le brinda conexión emocional«.
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Por eso, un paseo lento, escuchar, cantar juntos una canción del pasado, o simplemente estar cogidos de la mano, pueden convertirse en actos de profundo impacto emocional. «Los familiares cercanos redescubren el valor de los pequeños momentos; el hijo no solo apoya, también recibe. En esta relación, se refuerza el amor incondicional«.
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