Salk y Sabin, los héroes en la guerra contra la polio que no se soportaban
Grandes rivalidades de la ciencia
La rivalidad entre los dos científicos fue casi tan sonada como la eficacia de sus vacunas
Ignaz Semmelweis, el médico que acabó en el manicomio por insistir en lavarse las manos

En la década de 1950 la poliomielitis era el monstruo de las pesadillas de todo padre. Cada verano el virus paralizaba y mataba a miles de niños en todo el mundo. El miedo era tan contagioso como la propia enfermedad: piscinas vacías, parques desiertos y ... campañas de recaudación de fondos con la urgencia de una guerra. En ese escenario, dos científicos de origen humilde y ambición descomunal se lanzaron a una carrera que cambiaría la historia. Sus nombres era Jonas Salk y Albert Sabin.
Pero, como en toda buena historia de héroes, no podían ser aliados. Salk y Sabin protagonizaron uno de los duelos más feroces, irónicos y humanos de la medicina moderna. Sus armas: dos vacunas rivales, dos filosofías opuestas y una buena dosis de ego.
El héroe mediático y su vacuna «muerta»
Jonas Salk, estadounidense hijo de inmigrantes judíos, tenía el aspecto y la actitud de un protagonista de Hollywood: serio, modesto ante las cámaras, pero con una determinación de acero. Salk apostó por una idea simple pero revolucionaria: si el virus muerto podía enseñar al sistema inmunológico a defenderse, ¿por qué arriesgarse con virus vivos? Así nació la vacuna de virus inactivado: el poliovirus era cultivado, 'asesinado' con formol y luego inyectado en los niños.
En 1954 Salk organizó el mayor experimento de salud pública hasta la fecha: 1,8 millones de niños estadounidenses participaron en el ensayo clínico. El 12 de abril de 1955 la noticia fue portada mundial: «La vacuna de Salk funciona. Es segura, eficaz y potente». Salk fue recibido en la Casa Blanca, apareció en la portada de Time y se convirtió en un héroe nacional. Cuando un periodista le preguntó si patentaría la vacuna, Salk respondió con humildad legendaria: «¿Se puede patentar el sol?».
Pero mientras las multitudes aplaudían, en los laboratorios y congresos médicos se mascaba la envidia y la crítica. Salk, decían sus colegas, era más publicista que científico, y se había apropiado del trabajo de otros. Entre los más críticos, un hombre destacaba por su sarcasmo afilado: Albert Sabin.
El rebelde del virus vivo
Albert Sabin, nacido en Polonia y emigrado a Estados Unidos huyendo de los pogromos, era ocho años mayor que Salk y ya era una autoridad en el estudio de la polio cuando el joven Jonas aún estaba en secundaria. Sabin era brillante, terco y directo hasta la descortesía. Su filosofía era opuesta: solo una vacuna con virus vivo atenuado, administrada por vía oral, podía imitar la infección natural y generar una inmunidad duradera y masiva.
Sabin no perdía oportunidad para ridiculizar a Salk. En una memorable conferencia en 1948 Sabin lo interrumpió con un comentario tan mordaz que Salk lo recordaría como «una patada en los dientes». La enemistad estaba servida: Sabin consideraba la vacuna de Salk poco innovadora –«podrías hacerla en la cocina»- y, sobre todo, insuficiente para erradicar la polio.
Mientras Salk era aclamado en Estados Unidos, Sabin tenía que buscar voluntarios para sus ensayos clínicos entre su propia familia, colegas y hasta presos de una penitenciaría cercana. Pero su oportunidad llegó cuando la Unión Soviética, en plena Guerra Fría, le ofreció probar su vacuna a gran escala. Entre 1955 y 1961, más de 100 millones de personas recibieron la vacuna oral de Sabin en la URSS y otros países. El éxito fue rotundo: la vacuna era barata, fácil de administrar -en gotas o en un terrón de azúcar- y confería inmunidad colectiva.
Inyecciones vs. terrones de azúcar
La rivalidad entre Salk y Sabin pronto se convirtió en un duelo internacional. La relación personal entre Salk y Sabin fue, por decirlo suavemente, gélida. Sabin solía enviarle cartas demoledoras a Salk, criticando públicamente su trabajo y, de paso, enviándole copias para que supiera «lo que decían de él a sus espaldas».
El mundo científico, lejos de mediar, avivó la polémica: Salk nunca recibió el Nobel, ni fue admitido en la Academia Nacional de Ciencias, a pesar de su impacto histórico. Sabin tampoco se quedó sin su dosis de desdén: su vacuna, aunque fue la herramienta clave para la erradicación de la polio en el hemisferio occidental, tampoco le valió el Nobel.
MÁS INFORMACIÓN
Salk y Sabin murieron sin reconciliarse, pero sus legados siguen vivos. La polio, que en los años cincuenta aterrorizaba a medio mundo, está hoy al borde de la extinción. Millones de niños caminan gracias a dos hombres que no se soportaban, pero que nunca dejaron de luchar contra el verdadero enemigo: el virus.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete