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pincho de tortilla y caña

Los puentes de Madison

Algunos de mis amigos son tajantes: el amor tiene fecha de caducidad. Siete años. Cuando se va, se va para siempre

A oscuras

Una grieta en la roca

Luis Herrero

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'Los puentes de Madison' está a punto de cumplir 30 años. Se estrenó en junio de 1995. No es sólo una de mis películas favoritas, sino también una de las que promueven algunas de las tertulias más controvertidas entre mis amigos. En ocasiones la ... disputa sube tanto de tono que nos convierte en duelistas a punto de arrojar el guante y elegir arma, lugar y padrino para dirimir la disputa a primera sangre. ¿Qué diablos es el amor humano? Esa acababa siendo siempre la cuestión de fondo. Por supuesto, suele haber consenso en que la mejor escena es la de Francesca, consumida por la duda, tratando de decidir si se baja del coche y se va con Robert, que la mira desde la calle, empapado bajo el diluvio, inmóvil como la baliza que señala un lugar peligroso. Ella hace ademán de abrir la puerta. Su marido, Richard, ajeno a la tormenta interior de su mujer, aguarda a que el semáforo se ponga en verde. Las miradas hablan una lengua franca que todo el mundo entiende. Es inevitable que surja la pregunta de si Francesca se equivocó dejando que el coche arrancara y pusiera rumbo a la vida anodina que la aguardaba en casa. Hay opiniones para todos los gustos, aunque prevalece la opinión mayoritaria –sobre todo entre las mujeres más jóvenes– de que debería haberse atrevido a proclamar su independencia, rompiendo con los roles tradicionales de madre y esposa sacrificada, y perseguir su sueño. Algunos de mis amigos son tajantes: el amor tiene fecha de caducidad. Siete años. Cuando se va, se va para siempre. Si se pierde la ilusión y cuesta trabajo seguir adelante es inútil esforzarse. Ya no hay nada que hacer. Francesca aparece ante sus ojos como una suicida sentimental que se condena a sí misma a un aislamiento interior en el que no hay sitio para la esperanza. Más o menos es en ese punto cuando suelo retar a duelo a mis contertulios. Llámenme ingenuo o retrógrado pero creo que la aridez, la prueba, la oscuridad y la tribulación también son estaciones inevitables en el trayecto del amor humano. Y creo que Francesca pensaba lo mismo. Por eso no abre la puerta del coche. No solo se siente obligada a no fallarle a sus hijos y a su marido. También le aterra la idea de que, una vez que su historia con Robert hubiera alcanzado velocidad de crucero lejos de la granja de Iowa, la dificultad acabara convirtiendo los versos inspiradores de Yates en renglones prosaicos de una composición convencional, ya sin las ínfulas del idealismo romántico de los primeros hervores y tal vez marcada por el remordimiento de haber dejado atrás a las personas que más le importaban. La única manera que tenía de conservar intacto el recuerdo de los cuatro días que pusieron su corazón patas arriba era haciendo que cristalizara en la memoria sin someterla al desgaste de la adversidad. Porque no hay amor sin adversidad. Si no cuesta trabajo sacarlo adelante no merece tal nombre. Dicho lo cual, pincho de tortilla y caña a que después de escribir esto mi carné de duelos se queda pequeño.

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